viernes, 2 de enero de 2015

TROPICANOS 1 – ARRECIFES DE CANCUN - Castellano

TROPICANOS 1 – ARRECIFES DE CANCUN

La noche anterior fue normal en Cancún. Salimos y habíamos quedado con el grupo de Sandy. Yo además, tenía cita de pesca con Tío Eduardo por  la mañana. Lo sensato hubiera sido no salir y dormir. Ir de pesca significaba levantarse pronto, pero la noche tiene sus propias normas, y la juventud un alto grado de inconsciencia.
Era el segundo o tercer viaje a México, tampoco sería el último. Tuvimos mucha suerte de conocer a Sandy, sus amistades y su familia.
El culpable de esto fue el Tropicano valiente, que en una discoteca de la zona hotelera, se puso a hablar con unas chicas muy elegantes y morenas, con el brillo de cuando se ha tomado el sol en el día.
Las bebidas en Cancún son poco fuertes, quiero decir que los combinados llevan poca cantidad de alcohol. Estamos acostumbrados a “carga” más fuerte. Quizá por eso mismo, uno más o uno menos no se notaba. Y es que se hace lo que el grupo hace y se va a dormir cuando el grupo lo hace.
Por la mañana no podía aguantarme derecho. No me encontraba nada bien. Mareo de estómago. Misterios del cuerpo. . .
No sé que tenía, pero no podía permitirme perder la oportunidad de un día de pesca en México. Y aún más con un conocido y conocedor del lugar.
Había visto una foto de Tío Eduardo en un periódico local, con la captura de un gran tiburón en la laguna de Cancún (Cancún es una lengua de tierra paralela a la costa de varios kilómetros. Por la parte interior hay una laguna que cubre toda la zona. Creo que de agua dulce).
Sandy me había hablado muy bien de su tío.
Habíamos quedado en una pequeña marina que tenía en el lado de la laguna. Cerca de un importante hotel donde tenía uno de sus negocios. Un lugar bonito de veras.
Dos barcas,  con sus respectivas pasarelas y un par de casitas. Una era para guardar los aparejos de pesca y la otra era donde vivian una familia indígena que cuidaban el lugar.
Vestían túnicas blancas y tenían el cabello negro, liso y largo.


Tío Eduardo ya estaba con los preparativos. Yo le conté que no estaba al 100 %. Como buen pescador me avisó que estaríamos varias horas en el mar. Era un aviso. . .
Francamente, no lo tenía muy claro. ¿Y si me soltaba a vomitar? (¿quién me mandaría a mi salir de juerga?)
Estaba decidido y saldríamos en breve. Primero iríamos a conseguir carnada.

Subimos a la barca más pequeña. Era muy plana y no parecía muy segura, pero era Él quien dominaba la situación.
El malestar, junto con el sueño estaba presente.

Salimos con la primera luz del día. En 10 minutos, aún dentro de la laguna, tío Eduardo se detuvo en la orilla y lanzó una pequeña red, para pescar sardina, que usaríamos de cebo.
Una barca, un día por delante, agua transparente, un día nuevo, el mar Caribe, una experiencia nueva y una compañía excelente. Aquel hombre tenía aquello que tiene la gente importante. Aquella energía interior y aquel dominio. Que utilizó para hacerme sentir bien.
Yo sabía que era de aquellas ocasiones que sabes especiales. Tanto por la ocasión como porqué podía ir bien o mal.
Ya aún dentro de la laguna me incliné hacia fuera de la barca para echar las papas. Sin teatro ni disimulando, no quería hacer sentir incómodo al sr. Eduardo.

El se dirigió hacia la bocana de la laguna, y desde allí hacia mar adentro, hacia el arrecife que hay a una milla de la costa.
Después de echar el ancla, el sr. Eduardo me contó como planteaba el día, la técnica a usar y lo que él preveía que ocurriría.

Yo estaba entre la emoción de la salida, el dolor de cabeza por las expulsiones bucales y el mareo.
Pescaríamos al volantín. Unos anzuelos de buena medida con un pececito de la laguna cada uno. Debía ser prudente de no cortarme en caso de éxito.

Al bajar el plomo con el cebo hasta el fondo, transcurrirían, como mucho, unos segundos, hasta notar las picadas. Si estas se detenían, era que se habían comido el cebo y se debía repetir la operación.
El sol pegaba fuerte y en el Caribe . . . El calor se añadiría a las otras variables.
Era impresionante la facilidad con que picaban y los peces que íbamos sacando. Pescados de entre medio y dos kilos, de especies tropicales típicas de arrecife. El capitán guardaba los peces en dos lugares distintos.
Le pregunté por esa particularidad y me contó que un tipo de pescado, los amarillos, servirían de cebo para la pesca de la tarde.
Si aquellos pescados habrían de utilizarse para carnada, no me imaginaba las posibles capturas. . .
Las horas pasaban entre pescados y vómito, entre emoción y sueño, entre vómito y dolor de cabeza. Estaba francamente agotado, feliz, aturdido, emocionado. Pensaba en como seria sacar una pieza grande.
El pescado amarillo de carnada, un metro de hilo y un gran trozo de corcho. Unos veinte metros de hilo hasta la barca, y en el suelo de ésta, una simple bobina.

No hacía falta cañas. Allí se encontraba la pura naturaleza, paz, agua, calor.
De repente, un ruido seco advertía de algún incidente. La bobina de hilo que reposaba en medio de la barca se había disparado un metro hacia arriba. Algo había tirado del hilo, y lo seguía haciendo. La adrenalina se disparó y mis manos iban solas a coger el hilo, con permiso del capitán.

La sensación de un animal tirando del otro lado, sumergido en la misteriosa agua caribeña, es muy especial y adictiva.
No sé lo que duró el juego de tira y afloja, pero mientras duró, desapareció el dolor de cabeza y el mal estar. El pez acabó cediendo y el capitán  lo ayudó a entrar en la barca con el arpón.

Recordaría siempre ese día.
Volvimos con la satisfacción del trabajo hecho. En la misma marina, Eduardo limpió el pescado y guardó los aparejos.
Volví al apartamento hecho polvo y feliz. 12 horas de cama por delante.
Hay momentos especiales en la vida. Gracias Eduardo, gracias Sandy.


JP

















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